La chica del moño alto y despeinado

La chica del moño alto y despeinado caminaba calle abajo con la despreocupación de un niño cuando ha hecho los deberes.

Se deslizaba sin arrastrar los pies, sin sonreír ni mirar atrás, no llevaba tacones ni complementos, le sobraba clase tan sólo con mirarte y, para ser grande, le bastaba la rutina del esfuerzo y de la superación constante.

Había vivido lo suyo y lo de muchos, acumulaba desgracias como los coleccionistas, como si se tratase de un afán insaciable por reencontrarse consigo misma. Se había olvidado de sonreír pero recordaba su pretérito como si hubiera sucedido justo un instante anterior al que estaba viviendo; latente, pesado, odiosamente más presente que pasado. Se equivocó, era lo suficientemente terca como para reconocerlo, pero ella lo sabía. No una, ni dos, ni tres, ni cuatro veces… sino demasiadas.

Contó y, volvió a contar, lunares, cicatrices y tatuajes en cuerpos que no la amaron, en nombres que caducaban al pronunciarse, en seres que la llevaban a calles cortadas y callejones sin salida.

chica de espaldas

La soledad era cada vez más fiel en los malos momentos y la demencia se convertía en una opción para seguir adelante.

Se había jurado dejar el tabaco, no volver a hacerse daño y, por supuesto, pensar antes de actuar. Seguía fumando, pero la llamada que había recibido esa mañana era la prueba de que, por fin, cambiarían las tornas. Iba a reunirse con alguien. Salió con tiempo de casa, ni muy arreglada ni muy tirada, informal pero guapa, con el moño alto y despeinado.

De pronto, reconoció la figura que adornaba el final de la calle, y recordó cómo ser feliz, como si hubiera vivido en un estado de amnesia hasta ese momento. Se trataba de una mujer con un abrigo largo y el pelo cano, llevaban años sin verse por una idea utópica, un sueño para una y una desgracia para la otra: “bailar no es un trabajo” fueron las últimas palabras que se cruzaron.

Unos metros más abajo, se encontraron y lloraron, como si fuera la única fórmula de desandar el pasado y el daño.

Se abrazaron, fundiéndose en un eclipse. La chica del moño alto y despeinado sonrió y suspiró: “hola mamá, no sabes cuánto te he extrañado”.

La Dama del Trece (Parte I)

Vivía en las afueras, en el piso “12 + 1” de la vieja torre acristalada que coronaba el extrarradio. Su casa se veía desde cualquier punto de la ciudad y, en cambio, a ella, pocos la distinguían, casi nadie la veía pero su cara era fácilmente reconocida.

Hacía méritos para ser invisible porque, en el pasado, había conocido las consecuencias de destacar en exceso, era su don y su maldición: ser una excepción de la naturaleza, un bicho raro entre tanta mierda. Una puta entre vírgenes, una virgen en un mundo equivocado.

Tenía muchos nombres injustos, no todos bonitos pero sí baratos. Por eso mi preferido, era uno que le puse yo: la dama del trece. Ella me recordaba al título de una novela negra o a una superstición sin fundamento, pero sin saber por qué, y aunque yo no sabía más de ella que lo que decía la gente, desprendía algo y yo me la imaginaba así, como una aristócrata venida a menos que nunca pudo estar más arriba ni más abajo, era como de otra época, más de allá que de acá pero compartiendo nuestras aceras.

Irremediablemente, ella tenía algo, un no sé qué, que qué se yo que podía dominarte al instante, por el que te perderías si ella te lo pidiera, por el que darías la vida en cuestión de un segundo. Su mirada hablaba más que sus labios pero sonreía menos, era fría, distante, calladamente guapa. Temblabas si te observaba fijamente con aquellos dos fuegos que le iluminaban la cara, incluso, si se lo proponía, tenías que agarrarte a algo que tuvieras cerca para no perder el equilibrio.

Sin duda alguna, si te miraba, veías más de lo que habías vivido. Se podría decir que tenía cicatrices en el alma, roturas y costuras abiertas, de lado a lado de la cintura y desde el talón hasta la nuca. El paso de los hombres, los nombres, los años y el daño le habían consumido como las drogas que se inyectan, ya no tenía marcas de pinchazos en los brazos, estaba limpia desde hacia tiempo, pero se notaba que algunas jeringuillas con nombre propio le habían dejado más muerte que huella.

Ya no soñaba, se olvidó de lo que era eso porque se había caído tantas veces que hasta las piedras la llamaban por su nombre, había dormido en tantos suelos que reconocía de memoria los abrazos del frío asfalto por metro cuadrado, palmo a palmo.

Cuentan que descendía de Europa del Este, de un país frío donde las balas estaban a la orden del día; como consecuencia de criarse en batallas, la guerra formaría siempre parte de su mirada.

Nadie sabe cómo llegó a España, pero lo que sí se sabía es que había viajado por medio mundo con la maleta equivocada: un idiota que le cambió la vida a cambio del alma, un imbécil que le destrozó la vida para que nunca nadie pudiera matarla.

(CONTINUARÁ…)

traficante

HOY TOCAN HUEVOS PARA DESAYUNAR

Un día te despiertas, miras a tu alrededor con los brazos en alto, desperezándote y, casi sin darte cuenta, las cosas que no debían cambiar, esas que te han hecho ser como eres, que creías que serían tus pilares para el resto de tus días, esas… han cambiado.

Tu risa ya no es tu deporte favorito, ya no ves tanto como te gustaría a tus amigos de siempre y, por supuesto, muchas de las promesas que hiciste las remueves cada día con los posos del café.

No has cumplido lo que te habías propuesto, y no hablo de las metas que te fijas cada Año Nuevo, me refiero a esas hazañas que ibas a hacer, a esos objetivos que iban a hacer de ti alguien grande. Tu grandeza se limita al “voy tirando” de la monotonía, aunque te esfuerzas por no ser absolutamente mediocre.

Lo que no ha mutado son tus defectos, al revés, has ganado en vicios, genio y en mala leche, en definitiva, vas sobrada de galones que te hacen ser indiferente.

Si lo piensas bien, nadie se acuerda de ti como tú pensabas, lo triste, es que tú tampoco de ellos, y ha empezado a darte igual, es un plan más que asumes sin discutir como las órdenes de un jefe incompetente. Ya no luchas por lo tuyo, ya no tienes las ganas ni las inquietudes que te hacían especial… parece que alguien te haya encadenado los pies al suelo, o eso, o han secuestrado tus ansías de volar. Tú me dirás…

Pero, estoy bien, no os preocupéis, creo que uno se acostumbra a echar de menos, se vuelve un estado de ánimo, una solución insatisfactoria pero solución al fin y al cabo, una salida por la puerta de detrás, una alternativa que a nadie se le debería ofrecer.

Sí, sigues viva, inundada por las distancias y por los saltos en el tiempo, cada vez que vuelves a tu sitio, tu sitio ya no está ahí, se ha quedado atrapado en el ayer, no puedes volver, porque cuando tú te vas, todo avanza y avanza sin ti, pasa pero pasando de ti, y no puedes hacer un paréntesis para regresar al punto en el que lo dejaste, es tarde, te has perdido cumpleaños, risas y llantos, anécdotas bonitas y recuerdos que no serán tuyos, incomodas infidelidades y secretos que no serán compartidos contigo. Al final lo asumes, creas tu propio espacio, creas otro mundo diferente al que mamó tu memoria cada año y, mirando atrás, te das cuenta del precio tan caro que has pagado, si alguien hubiera intentado advertirme, hubiera pensado que me estaban engañando, pero no, la única que me he engañado he sido yo, por querer aferrarme a un sitio al que ya no pertenezco por propia voluntad, a ver si algún día aprendo, ya va siendo hora de abrir los ojos de una maldita vez.

En fin, qué os voy a contar, será que anoche me acosté con la melancolía y me ha dejado una resaca más agria de lo que la recordaba, no hay quien me quite este mal sabor a despedida de la boca. Voy a meterme en la ducha, a ver si me despejo, me aclaro las ideas y me lavo los pensamientos.

Desayunar

Espera, ¿eso es el despertador? Coño, ¿todo ha sido un sueño o sigo soñando?

Por fin, me despierto realmente, abro los ojos y veo que estás ahí, tus pies rozan los míos, y tu respiración inunda de calma a está necia emocionada… A la mierda el sueño, ahora me acuerdo de por qué estoy aquí, en mi mundo de antes no existías y ahora no quiero, ni me imagino un mundo sin ti.