Es la pregunta que rebota contra las paredes de mi cabeza cada vez que sales por la puerta. Puede que un DIN A-4 como este no sirva como respuesta pero necesito escribirte aunque sólo sea como señal de protesta.
Verás, no sé qué pasará, pero sí sé lo que me pasa, lo he experimentado muchas veces, como te digo, cada vez que te marchas, cada vez que no huele a ti cada hilo de mi ropa, cada vez que el sonido de tu sonrisa no es la banda sonora de mi casa.
Sucede así: se cierra la puerta, suenan las llaves, tus pasos se alejan y, entonces, me quedo, automáticamente, encerrada en un hueco mental sin ventanas.
El portazo activa un botón involuntario que desarma, ladrillo a ladrillo, todo lo que me hace sentirme apta, ¿apta para qué? Para vivir, cariño, para vivir como Dios manda.
Mi sistema inmunológico se transforma en el mayor de los traidores y siembra la alarma; me duele el cuerpo, la piel y el alma. Me falta el oxigeno, el calor, la fuerza, la actitud y, sobre todo, las ganas.
Mi piel es más tuya que mía, lleva tu aroma y tus marcas, tus huellas y cada una de las cicatrices de tus batallas, tus dudas, tus anhelos, tus sueños, tus besos, tu calma, tu tempestad, tus caricias y tus traumas. Mi piel te sabe mejor que yo, te conoce desde antes de lo que pensabas… llevaba tanto tiempo esperándote que a ver quién es el guapo que ahora viene y la cambia. Es como uno de tus perros, quiere ir detrás de ti todo el tiempo, aunque solo sea por el placer de estar a tu lado. Te busca y te vuelve a buscar por cada rincón, se espera detrás de la puerta, llora bajito y ladra muy alto para que, desde el ascensor, te apiades y decidas dar media vuelta para ver qué le pasa.
Cuando transcurren unos minutos mi piel empieza a ceder y se estira como si quisiera dejar de envolver al hueso, como si quisiera divorciarse de mi cuerpo, te necesita como a la droga más jodida y más dura, te necesita como si romperse fuera una opción, la única opción para conseguir salir en tu busca y no volvernos a separar nunca.